El final de Los muertos, de James Joyce, es capaz de hacer que se nos salten las lágrimas:
La nieve caía sobre todos los lugares de la oscura llanura central, sobre las colinas sin árboles, caía dulcemente sobre el pantano de Allen y, más hacia el oeste, caía suavemente en las oscuras olas amotinadas del Shannon. Caía también sobre todos los lugares del solitario cementerio en la colina donde Michael Furey yacía enterrado. Yacía apelmazada en las cruces y lápidas torcidas, en las lanzas de la pequeña cancela, en los abrojos estériles. Su alma se desvaneció lentamente al escuchar el dulce descenso de la nieve a través del universo, su dulce caída, como el descenso de la última postrimería, sobre todos los vivos y los muertos.
¿De qué manera lo consigue?
El texto equipara a vivos y muertos, como hace Jorge Manrique en las Coplas a la muerte de su padre, y los acomoda bajo la nieve, como manto que unifica. El paisaje entristece al lector cuando imagina la tumba solitaria de Michael Furey, que murió de amor por Greta y que continúa abandonado, cubierta de un color blanco puro y convertida en representación sustancial de la vida que desampara a los que quedan; porque su recuerdo, el de Michael, todavía emociona a Greta hasta el llanto y provoca celos en su marido.
Por otro lado, las olas sublevadas del río Shannon desafían las aguas estancadas del Allen y la nieve los envuelve a ambos de igual forma, para recordarle al hombre que el mundo continúa latiendo pese a todo y que puede seguir pesaroso o renacer. El cielo derrama tantas lágrimas como en otro tiempo había sido capaz de retener, cuando Furey perdió la vida, y esa imagen libera a quien lee y le devuelve su adormilada aflicción. Ante el dolor no hay estados y el dolor puede prolongar la vida de un muerto o llevar hasta la muerte a quienes sobreviven.
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